OPINIÓN
Carlos G. Rivero Quintana (*)
Cuando entramos en la recta final para las próximas elecciones, y tras medio año de un gobierno en funciones que ya hace tiempo que ha dejado de reflejar la voluntad mayoritaria de la ciudadanía, el pueblo se ve avocado a volver a decidir quiénes serán nuestros representantes para desempeñar la trascendental tarea de gobernar un país cuyos retos no son nada baladíes (creación de empleo, lucha contra la pobreza, regeneración de las instituciones públicas, mayor transparencia de lo público, lucha implacable contra cualquier forma de corrupción, etcétera, etcétera, etcétera…).
Las pasadas elecciones generales del 20-D nos costaron, según datos facilitados por el Ministerio del Interior, 130.244.505,08 euros, divididos en: Administraciones Públicas unos 55,1 millones, Correos unos 48 millones (voto a distancia y envíos de los partidos), Telecomunicaciones 12,8 millones (escrutinio y la difusión de los datos), Logística de 12,5 millones (papeletas, locales, campañas de difusión), y más de 1,5 millones consignados a Imprevistos. A esto hay que sumarle los más de 30 millones que reciben los partidos por los resultados de las pasadas elecciones generales en concepto de subvenciones (por cada diputado o senador obtenido con 21.167 euros y abonó 81 céntimos por cada voto para al Congreso y 0,32 euros por los computados para el Senado), con lo que superamos los 160 millones de euros.
Repetir las elecciones son una doble bofetada a la ciudadanía, tanto en lo económico como en su significación en lo que supone la pérdida de confianza en aquellos que elegimos para representarnos en las Cortes Generales. Dejan de manifiesto la inflexibilidad ideológica, y sobretodo de ideas, para dar soluciones a una ciudadanía, o al menos a una mayoría, que espera que se produzca una mejora en sus condiciones de vida, y un cambio significativo para un futuro que se intuye incierto.
Cambio, esa palabra en boca de todas las formaciones políticas para escenificar la diferencia y desmarcarse de sus contrincantes políticos, y de forma más incisiva en aquellos que sitúan su nicho de votos en un mismo perfil de votante. Claramente nos encontramos ante una segunda vuelta, y los programas, por consiguiente, son idénticos. Pero más allá de las escenificaciones que unos y otros transmiten, no dejan de ser reflejo de esa eterna idea que el bipartidismo (PP-PSOE) nos ha implantado, de que se es de izquierdas o de derechas (lo que conlleva de por sí políticas que no se pueden permitir dejar paso a ideas que no encajen en sus ideologías).
La gran duda está en sí unos y otros serán capaces de llegar a acuerdos que se fundamenten en ideas que den soluciones a los problemas comunes de la ciudadanía de a pie, o bien,y como ya viene siendo costumbre, se centrarán en seguir con políticas que prevalecen intereses alejados de la defensa de lo común (interés general), y que se priorice el dialogo ante la imposición, el respeto a lo diverso, y la suma sobre el trabajo recíproco. Habrá que esperar a ver en qué están dispuestos los actores políticos a ceder para alcanzar un gobierno que actúe con todos los sentidos puestos en realizar acciones que resulten en la obtención de políticas de convergencia, por encima de sus propios intereses y que se alejen de las políticas clásicas de aquellos (partidos tradicionales) que nos han llevado hasta la situación actual.
A estas alturas, el desánimo ha calado en una gran parte del electorado (el esencial votante indeciso), lo que supondría un beneficio para los partidos tradicionales. No obstante, aunque incapaces de llegar a acuerdos por parte de las diferentes formaciones políticas, es de recibo que tengamos que cumplir con el derecho al voto que en democracia nos da el poder para designar a unos o a otros, y poder conformar un gobierno.
Un gobierno que represente un cambio real tanto en las formas como en el fondo (con propuestas serias, y no electoralistas que restan credibilidad a la acción política, intentando captar con subterfugios a un electorado, que está cansado de que se le falte al respeto poniendo en duda su inteligencia), y que produzcan las transformaciones socio-económicas y políticas necesarias, con generosidad y altura de miras por parte de todos aquellos que dicen defender lo que se ha venido a llamar “cambio real”, y que por fin nos enorgullezcan como ciudadanía de un país que debería avanzar con paso firme hacia un futuro mejor y de esperanza, que nos devuelva la confianza y el crédito necesario en la importante labor de gestionar lo público (la política), haciendo gala de unos valores éticos y morales acordes a las democracias más avanzadas del mundo.
Decía Zhou Enlai (1898-1976), político chino: "No exigimos a los demás que abandonen sus opiniones, puesto que reflejan las diferencias. Pero eso no tiene por qué convertirse en un obstáculo para el logro de un consenso en los principales temas. Tenemos que conocernos y respetar las diferentes opiniones partiendo del terreno común". ¿Sería esto posible en el actual escenario de formaciones políticas en nuestro país?, solo el tiempo lo dirá.
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